26 de febrero de un año que prefiero no recordar,
el último domingo de carnavales en la ciudad, alisto el auto, y les doy la
noticia. Estuve planeando esa salida familiar durante todo el verano nada podía
salirme mal, después de tantas quejas y llamadas de atención de mis hijos hacia
su padre, no podía defraudarlos, no me lo perdonaría.
-¿Por qué tanto misterio papá? ¿A dónde nos vas a
llevar? –me dijo mi pequeña Moli, con esa sonrisa tan inocente que delataba su
emoción
-No preguntes y apresura a tu madre y a tu hermano
que se hace tarde- le respondí, tratando de hacer algún gesto para que no
sospeche y dejarla llena de intriga.
Diez minutos después baja Ana, mi reina Ana, más
hermosa que ayer, más hermosa que nunca, con un vestido blanco veraniego, su
cabello rubio, liso, en el mar ella era mi sol.
- No puedo creer que esto esté pasando- me dijo en voz alta a mitad de
las escaleras, con voz y mirada seria.
-Vamos Ana, déjame demostrarte que soy el mismo del
que una vez estuviste enamorada, acompáñanos, si no es por mí, por nuestros
hijos- le respondí.
Subimos los cuatro al auto, Pepe dejó de ser mi
copiloto por ese día y Ana pasó a ocupar su lugar, qué alegría más grande
estaba sintiendo hasta ese momento, lo único que pedía al cerrar los ojos es
que mi día transcurra lento y que cada minuto que pase se haga más intenso.
Ninguno de los tres tenía idea de a dónde estábamos
yendo, me había encargado de eso durante meses, alquilé una casa de playa a dos
horas de la ciudad. Calculé en quedarnos ahí durante todo el fin de semana, el
trabajo en la oficina había absorbido todos mis días, mi vida estaba tan
mecanizada que ya imaginaba su asombro, daba igual, mi única misión era
hacerlos feliz.
Llegamos antes de lo previsto, el camino lo sentí
silencioso, Ana estuvo con los auriculares puestos en todo el trayecto, Moli
mirando hacia la ventana con la cámara en mano y mi pequeño Pepe se había
quedado dormido, en fin, llegamos a nuestro destino. Muy emocionados bajaron
del auto mientras que Ana y yo nos encargábamos de las cosas, hasta que de
pronto al cargar la maleta en un parpadeo sentí un pequeño mareo.
-Santiago, ¿estás bien?- me preguntó Ana muy
asustada
-No es nada no te preocupes, ha de ser el calor y
los nervios del día- le dije
-¿Nervios?
-No quiero que nada salga mal, no quiero
defraudarlos, es todo.
-Tranquilo- me dijo con una sonrisa en el rostro,
sí, una sonrisa.
Entramos a la casa y recordé que días antes había
sentido lo mismo al salir de la oficina, no le di importancia, pensé que era un
simple cansancio en la vista. Recordé también que no nos detuvimos en el camino
a comprar la comida para el fin de semana, así que le pedí a
Ana que me acompañe mientras los niños se divertían en la piscina, y aceptó.
No encontramos ningún lugar abierto, y las tiendas
grandes estaban algo lejos así que cogí las llaves del auto y fuimos a buscar
una. Compramos lo que ella quiso, lo dejé todo a su gusto, nadie mejor que ella
conocía los míos, los de Moli y Pepe. Nos habíamos tardado ya
mucho así que al regresar tuve que acelerar un poco más, sino Ana empezaría a
desesperarse. Mientras conducía sentí el mareo de hace unas horas un par de
veces, disimuladamente movía la cabeza, no quería preocupar a Ana hasta que se
quedó dormida. Me encantaba verla así tan tranquila, tan natural, tan ella. Los
mareos continuaron, ahora el que empezaba a preocuparse era yo, ya faltaba poco
para llegar, hasta que en un parpadeo se me nubló la vista, veía el camino
borroso, empecé a desesperarme, y lo que sigue a penas lo recuerdo, pasó en
unos segundos que no logré ver que otro auto venía en sentido contrario y por
tratar de evitarlo, me volqué.
Desperté horas después en
una camilla de un hospital de la zona, y al recobrar la conciencia grité:
-¡Ana!, ¿Dónde está Ana?
Entraron un par de
enfermeras a mi habitación, luego un doctor.
-Señor, tranquilo, sea
fuerte, su esposa, falleció.
El mundo se me desarmó en
un segundo, no sabía qué hacer, busqué a mis hijos, mi rostro les dijo todo,
nos quedamos solos.
Mi hogar desde ese
entonces dejó de ser el mismo, mis hijos crecieron con un gran vacío dentro,
después de hacerme exámenes médicos me dijeron que tuve síntomas de visión baja
el cual me traté durante años.
Moli y Pepe formaron su
familia, yo por mi parte decidí dejar la casa e irme a otro país, a un lugar
donde pueda olvidar el sentimiento de culpa por unos instantes, a un lugar
donde pueda recordar las palabras que mi hija me repite cada vez que me ve, me
dice que si fuera fácil cerrar algunos capítulos de nuestras vidas del mismo modo en que cerramos un
libro a lo mejor la vida no tendría sentido, y, que si me sirve de consuelo, algunos
finales no son más que el breve atisbo de un comienzo. Quisiera encontrar ese
comienzo, quisiera poder empezar algo nuevo pero Ana ya no está, Ana se fue y
se llevó con ella, todos mis secretos, mis conflictos, mis historias, mis
sonrisas.
Hoy, como cada año desde que ocurrió la tragedia,
estoy de nuevo aquí, en casa, sintiendo su presencia, sintiendo sus gritos, su
mirada puesta en mí. Mi equipaje es pequeño, no vengo por mucho, no soportaría quedarme
tanto tiempo, me visto de saco y pantalón de seda como tanto le gustaba. Siento
el lugar más vacío que de costumbre, estos escalones se me hacen eternos, definitivamente
ya nada es igual, lo único que me queda es seguir, esperando el día en que me
toque a mí y mientras tanto seguiré caminando, observando mis pisadas por la
acera, doblando en cada esquina con los ojos llenos de ilusión y cargados de
esperanza creyendo que, al doblar, ahí estará envuelta
por el viento y sonriendo hacia mí. Aquí seguiré dibujándola por siempre en mis
pensamientos y entintando mis sueños rotos.